jueves, 31 de octubre de 2013

5 películas para pasar miedo en Halloween

 
¿Eres de los que no deja pasar Halloween sin meterse entre pecho y espalda una buena dosis de películas de género? ¿Te consideras lo suficientemente atrevido como para pasar toda la noche sin pegar ojo deglutiendo películas y más películas de terror, una tras otra, una tras otra? Desde Televisión Ácida, y basándome en las recomendaciones que hace un libro de obligada compra como es El Terror Desconocido. Más Allás Del Cine De Género (Editorial Bubok), os ofrezco una selección de cinco largometrajes que os alterarán los nervios y harán que dudéis de la realidad. Un quinteto deliciosamente terrorífico que va de las casas encantadas a los miedos psicológicos o el falso documental, pasando por seudo vampiros o zombis.
 
 
Last Man On Earth, The (1964)
(Produzioni La Regina / API)
Directores: Sidney Salkow y Ubaldo Ragona.
Intérpretes: Vincent Price, Franca Bettoia, Emma Danieli, Umberto Raho.
 
Un filme como Soy leyenda ha movido a nuevas pasiones, llevando a una parte de cinéfilos en busca de la obra literaria firmada por Richard Matheson. Su concepción de un vampirismo enfermizo que nace de causas lejanas de las que habitualmente utilizamos para “racionalizar” al romántico Lestat, no era la primera vez que tocaba el celuloide. En una descacharrante producción de los 70 Charlton Heston era The Omega Man, título de un largometraje en el que aquellos seudo chupasangres son dibujados cual secta albina cuya única similitud con los acolmillados es su gusto por la noche. Pero sería el 8 de marzo de 1964 cuando en Estados Unidos se estrenaría la considerada como primera versión oficial para la gran pantalla de la novela de Matheson.
 
Apoyado en un guión de William F. Leicester, el director Ubaldo Ragona se valía de la capacidad de llena pantallas de Vincent Price para dar carrete a una historia que casaba de manera idónea con los miedos a los males víricos de extraña procedencia. Price tomaba el rol del Dr. Robert Morgan, único ser en la tierra inmune a una desconocida enfermedad que convierte a todo lo que infecta en seres sin voluntad que únicamente salen por la noche a destruir todo lo que aún quede con vida. Como los vampiros, estos zombies remendados no soportan el ajo, al igual que tampoco pueden mirarse en un espejo. Vincent tendrá la dura misión diaria de acabar con los que se encuentre por el camino (las estacas salen a relucir), quemar a los que han muerto a manos de estos humanos sin alma (única forma de que no vuelvan a la vida convertidos en errantes moradores asesinos) e intentar dar con una cura para tamaña pandemia.
 
Esta obra estaba pensada inicialmente para ser producida por la británica casa Hammer Films, aunque finalmente rechazaron el proyecto y le pasaron la pelota a Robert L. Lippert, asociado norteamericano, que a la postre lo produjo en Italia. Rodada en blanco y negro, The Last Man On Earth es un dechado de virtudes que toman forma correcta gracias a la planta y al nivel interpretativo tan oscuro que sabe aportarle el siempre dispuesto Price. Tampoco hay que quitar mérito a Ragona y Salkow, cineastas que consiguen cambiar los ritmos del metraje según lo pida cada etapa de la historia. No desvelaremos el final, pues vale la pena dejarse cautivar por la escena que cierra la película, una de las más desconcertantes y sobrecogedoras de la época (a algunos les vendrá el recuerdo presente de El planeta de los simios, ante todo por aquello de su dramatismo). “Another day to live through. Better get started”.
 
 
Pesadilla diabólica (1976)
(United Artists)
Título original: Burnt Offerings.
Director: Dan Curtis.
Intérpretes: Oliver Reed, Burgess Meredith, Bette Davis, Lee Montgomery, Karen Black, Eileen Heckart, Anthony James, Dub Taylor.
 
Películas con casa encantada se han rodado antes y después de Pesadilla diabólica –ahí está La casa encantada (1943) de William Beaudine o la firmada por Oren Peli Paranormal Activity (2007)–, pero hay que reconocerle al largometraje de Dan Curtis su carácter de precursor para futuras ambientaciones dentro de habitáculos más o menos terroríficos. Y no hablamos simplemente de la importancia narrativa de la novela original de Robert Marasco en la que se basa esta Burnt Offerings, es ante todo la manera en la que Curtis rueda algunas escenas significativas que al poco tiempo se han visto homenajeadas por nuevas filmaciones del género. Terror en Amytiville o El resplandor son ejemplos incuestionables –la escena final de Pesadilla diabólica parece dar pie para que cuatro años después, al adaptar Stanley Kubrick y Diana Johnson a Stephen King, se utilice como cierre la escena de las fotografías–.
 
Pero el caso presentado en este proyecto para la gran pantalla tiene un punto positivo que le aporta una originalidad que pocas veces ha tenido continuación. Mientras los fantasmas, espíritus o fuerzas malignas que vagan por las casas del terror suelen tener como principal meta el expulsar de la casa a todo ser humano que se atreva a cruzar el marco de la puerta de entrada, la mansión de Burnt Offerings anhela todo lo contrario. La estructura del edificio sólo desea que cada nuevo huésped se quede el mayor tiempo posible, a poder ser para siempre –aunque ese tiempo de vida no suela durar mucho–. Los Allardyce, dueños de la propiedad, son los encargados de encontrar inquilinos que “nutran” con su presencia en las diferentes estancias del lugar a un caserón que por momentos parece regenerarse y recuperar sus primeras galas. Y de hecho es así, ya que las cuatro piezas de la familia Rolf representan la siguiente víctima a la que chupar la energía, hacerla enloquecer y llevarla hasta la muerte mientras las flores cobran nuevos colores en el invernadero, las paredes eliminan los defectos por el descascarillado de la pintura o los tejados muestran una consistencia días antes perdida.
 
De alguna manera, y aun sabiendo que Dan Curtis es norteamericano, el sendero tomado a la hora de tratar el horror y el misterio en Pesadilla diabólica tiene fuertes influencias de las películas de suspense gótico británico que tanta popularidad tenían en los años 60. Además, y en lo más alto del elenco de actores, formando parte del matrimonio protagonista nos encontramos a Oliver Reed, un consumado intérprete natural de Wimbledon, Londres. Se puede decir que recién salido de su papel como Frank Hobbs en la filmación para las grandes salas de la ópera rock Tommy, Reed cambia de registro ofreciendo siempre una credibilidad pasmosa –aunque exista cierta frialdad entre el tándem protagonista inexplicable–. Ya metidos en pequeños papeles que sirven para dar color al total del trabajo, podemos alegrarnos de reconocer en la cara de Arnold Allardyce las facciones de Burgess Meredith y de hallar metida en el rol de la tía Elizabeth a la siempre magistral Bette Davis, aquí dando el extra de credibilidad pero sin demasiada dramaturgia a la que enfrentarse. Todos estos aciertos le conseguirían a la película de forma postrera tres Saturn Awards en 1977.
 
 
Patrick (1978)
(Filmways Australasian / Australian International Film Corp. (AIFC) / The Australian Film Commission / Victorian Film)
Director: Richard Franklin.
Intérpretes: Robert Thompson, Susan Penhaligon, Julia Blake, Robert Helpmann, Walter Pym, Rod Mullinar.
 
El arranque de una historia como la narrada en Patrick podría considerarse una versión para adultos de lo filmado en los primeros minutos del largometraje presentado en 1975 Tommy (Ken Russell). Si en aquella película el infante Tommy sufre un shock al descubrir que su progenitor no había muerto en la guerra y que, sin embargo, sí lo termina haciendo a manos del nuevo amante de su madre, aquí la cosa se alza unos cuantos escalones más en lo que a truculencia se refiere. Patrick no tiene padre –no se explica si lo perdió o si directamente su madre nunca se llegó a casar– y vive sumergido en un tremendo complejo de Edipo. Al ver que en casa retumban las carcajadas y jadeos sexuales con la entrada de un indeseado padrastro, el joven decide llevar a cabo una acción directa para acabar con su sufrimiento: eliminar a la pareja. Este asesinato le terminará dejando a él mismo en un extraño estado vegetativo.
 
Desde ese punto se fragmenta cualquier lazo de unión con la historia de Russell, y Richard Franklin toma el guión de Everett de Roche de una manera muy particular, rodando con firma propia sin explotar necesariamente clichés ya digeridos. También juega con una importante baza a su favor, tener entre el elenco de actores y actrices a un Robert Thompson que absorbe de inmediato la postración de ese Patrick gélido sobre la cama del hospital en el que lo tienen recluido, pero que siempre mantiene los ojos abiertos, sin pestañear en ningún momento. Este personaje, que debería estar sin duda entre los grandes psicópatas icónicos del cine de terror, terminará comunicándose con la enfermera Kathy Jacquard por medio de pequeños escupitajos que le sirven para dar el sí o el no a las preguntas que ella le formula. Luego, y con el transcurso de los minutos, el espectador va descubriendo el enamoramiento del protagonista por su cuidadora y el poder telequinético que éste posee, habilidad que utiliza para acabar con todas las personas que rodean a Kathy y que la puedan separar de su lado en la habitación del centro hospitalario.
 
El grueso de la obra se convierte pronto en un artefacto imprescindible y en una de las mejores muestras en la historia del horror facturado desde Australia. Cierto es que intérpretes como Rod Mullinar (Ed Jacquard, esposo del que se encuentra separada Kathy) dan poco realismo a sus actuaciones, pero está claro que el equipo principal consistente en Patrick, la enfermera Kathy (Susan Penhaligon), la matrona Cassidy (Julia Blake) y el doctor Roget (Robert Helpmann), se desenvuelve de una manera soberbia inyectando una fuerza adicional a lo concretado en el guión. Si a ello le sumamos los golpes de efecto cómico que aporta el personaje del Capitán Frasser (Walter Pym), la nota sobresaliente se consigue sin esfuerzo.
 
 
Zombis nazis (2009)
(Euforia Film / Barentsfilm AS / Miho Film / Yellow Bastard Production)
Título original: Dead Snow.
Director: Tommy Wirkola.
Intérpretes: Vegar Hoel, Stig Frode Henriksen, Charlotte Frogner, Lasse Valdal, Evy Kasseth Røsten, Jeppe Laursen, Jenny Skavlan.
 
¿Sam Raimi tiene la culpa? Pues seguramente sí, aunque él ni siquiera lo sepa. Tal vez el dedo acusador no deba apuntar a su persona y sí al mundo que creó gracias a Posesión infernal, Terroríficamente muertos y El ejército de las tinieblas. Unos amigos, unas vacaciones, una excursión a una casita perdida en el bosque –nevado, en el caso de Dead Snow–. ¿Le suena? Lógico. Y aunque Tommy Wirkola tampoco se avergüenza de unos guiños generosos a la primera etapa como director del neozelandés Peter Jackson –incluso uno de los protagonistas luce una camiseta de Braindead–, es el universo primero de Raimi el que recibe mayores cariños a lo largo de este tributo con unos villanos no muertos no tan originales como parecen.
 
El proyecto Grindhouse de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino presentado en 2007, y que contenía los filmes Planet Terror y Death Proof, también incluía, cual chanza para los fanáticos de la serie B, unos falsos trailers de películas que no existían. Una de ellas era Werewolf Women Of The SS de Rob Zombie, cantante y cineasta que se había inspirado para tamaña broma en los largometrajes de Fu Manchu y en la obra cinematográfica de Don Edmonds Ilsa, She Wolf Of The SS (1974). Aquí puede hallar las otras referencias necesarias para encontrar sentido al trabajo final de Wirkola, una película que empieza con una joven perseguida a través del campo nevado mientras flota de fondo el “In The Hall Of The Mountain King” que Edvard Grieg compuso para el Peer Gynt de Henrik Ibsen. Desde ahí hasta el final del metraje la carga gore va en aumento; pero, eso sí, siempre tomándolo desde el punto humorístico.
 
La historia de estos nazis que se convierten en muertos vivientes se remonta a la Segunda Gran Guerra; a unas tropas alemanas apostadas en un pequeño pueblo de las montañas para impedir el comercio de ingleses y rusos; a una venganza de los lugareños contra los militares como castigo por ser unos torturadores y saqueadores; y, como suele pasar en estos casos, a un tesoro maldito que, al igual que acontecía en Piratas del Caribe con las huestes del Capitán Barbosa, posee un hechizo sobre los condenados –en este film analizado, los zombis–. Lo llamativo, más allá de la terrible predilección por los intestinos humanos que tienen estos pendencieros nacionalsocialistas revividos –ante todo por ese punto característico de sus víctimas–, es que usan armas; en concreto, la bayoneta desmontada del fusil.
 
Pero, ya lo decíamos, como base un humor ácido y en ocasiones malsano –tras una de las muertes más truculentas de los jóvenes campistas, uno de los supervivientes se queja diciendo: «Os dije que teníamos que ir a la playa»–. Y la esencia del iniciático Sam Raimi sobrevolando escenas como la del cobertizo, con sierra eléctrica incluida. La cosa alcanza unos límites que hasta el gran combate final pareciese un videojuego de lucha en el que, tras vencer a las tropas y a la camarilla de allegados del sanguinario Herzog, que van apareciendo sobre la nieve como si fuesen diferentes fases de uno de estos entretenimientos digitales, finalmente se enfrentan con el citado capitoste. Un largometraje que, sin renovar el género, entretiene y cumple cual homenaje a sus mayores.
 
 
Black Door, The (2001)
(NGK Film Production)
Director: Kit Wong.
Intérpretes: Kevin Blatch, Sergio Gallinaro, John Hainsworth, Francis McBurney, Staci Tara Moore, Carlos Parra, John Prowse, Bronwen Smith.
 
The Black Door podría haber terminado sus días varada junto a otros mockumentaries que no resultaron, esos falsos documentales que erraron su visión y se fundamentaron en clichés olvidando el armazón que pedía su fondo, su nudo en la narración. Se vendió desde un principio como la película más terrorífica del nuevo siglo; y aunque no desvela en la nocturnidad del retiro de cada espectador, sí es cierto que posee una enjundia que no encontró unos años después el fiasco Paranormal Activity. Y es que para estos casos no hay nada como un rito satánico destapado por el investigador de turno, aunque el hallazgo lo realice sin proponérselo un estudioso interesado en el comercio que mantenía México con Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Así es como nuestro hombre, Steven, da con el nombre de un negociante desaparecido en 1932; así es como descubre la figura de Balmaseda. A partir de ahí se desencadena la tragedia que perseguirá al joven y a su novia, emperrada ella en grabar un documental por el que marcar la investigación de lo sucedido a su pareja, un Steven que para el arranque de la cinta ya está perdido mentalmente tendido en una camilla.
 
Y todo gracias a una bobina de celuloide traspapelada, a la grabación de una sesión maléfica en la que invocar a Belcebú. The Black Door es el nombre de una secta minoritaria de la que Balmaseda parece ser parte determinante, pináculo que se sacrificará en el ritual filmado. La película que descubre Steven y que termina por desquiciarle. A partir de aquí, y barajando las diferentes opciones del mockumentary, Kit Wong, que se estrenaba en la dirección para la gran pantalla, mezcla imágenes del documental-investigación, encargado por Meg con el fin de hallar la salvación para su amante, con los trozos más impactantes del rito ejecutado por Balmaseda y sus adláteres oscuros. Wong, que no ha vuelto a repetir la experiencia por el momento, midió sus fuerzas y consiguió en The Black Door no precipitarse. Es efectista cuando la ocasión lo merece, aunque también puede rozar lo tedioso como trampa para que el espectador caiga en su mentira y comprenda cual realista la proposición del largometraje. Va paso a paso, mostrando las pesquisas de Meg, las entrevistas que realiza para buscar nuevos datos, las visitas a un destrozado Steven que la desconcierta con arranques de auténtica posesión.
 
Desde que apareció El proyecto de la bruja de Blair, este género de retratar la realidad cámara en mano, de dar testimonio fílmico dentro del propio cine, se ha revalorizado cual pieza clave de futuros sustos y vía por la que desarrollar terrores vendiéndolos con una “veracidad” pintada al vuelo. La iniciativa ha dejado para el aficionado al género de terror importantes aciertos, aunque debido al abuso del mockumentary también se han sufrido las más infames tomaduras de pelo. The Black Door se situaría en el primer grupo, en el de las películas que vale la pena descubrir. El hecho de que Kit Wong utilizase a actores totalmente desconocidos para los papeles principales, es decir, los roles de Steven y Meg, constituye todo un plus para que uno pueda identificarse con la trama. No era el primero que lo hacía, pero lo cierto es que en su resultado final sumó puntos en lugar de restarlos.
 
por Sergio Guillén

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