lunes, 26 de noviembre de 2012

Tony Leblanc, de boxeador a monarca del celuloide

 
Como les pasaba a los Asfalto, yo también recuerdo mis días de escuela con nitidez, aunque en mi caso cayeron algunas décadas después de cuando José Luis Jiménez se encontraba «sentado frente a una cruz y a ciertos retratos». Mi memoria tampoco olvida el asueto del mediodía, ese momento en el que salíamos de las clases para tomar el almuerzo. Los que vivíamos en el barrio cerca del centro docente y cuadraban los horarios con los de alguno de nuestros progenitores, nos acercábamos a casa, sudorosos de carreras por el patio, con los bolsillos del uniforme llenos de arena, algo adormilados por la jornada de pupitre y pizarra, para deglutir la manduca diaria. Siendo un mocoso, un infante de pacotilla, tendía a distraerme durante dichas sesiones de plato y plato; comía con hambre pero requería, no se bien la razón, de un acompañamiento extra. Mi madre entonces me leía, mientras yo ejercitaba los carrillos a base de masticar una u otra de sus especialidades gastronómicas, historias compiladas en unos tomos de Disney llamados Un Cuento Cada Día. Cuando en los 80 aparecieron los reproductores de videográficos, y a casa llegó el Panasonic NV-788, un vídeo VHS, cambió la rutina y comencé a ver películas a la vez que cortaba un filete de pollo o le daba lo suyo a un humeante plato de lentejas. Aquel Panasonic, que todavía hoy guardo desconectado en un cajón de mi casa cual reliquia, como homenaje a aquella máquina que me ayudó a ampliar mis filias cinéfilas, se pegaba auténticos atracones semanales: primero grabando y grabando toda película que programasen en Televisión Española, y luego reproduciéndola una y otra vez para mis hambrientos ojos, para mi sedienta mollera. Se grabaron, como es lógico por la edad, matinales infantiles-juveniles de los que se emitían los fines de semana o en las fiestas de navidad (Mágica Aventura, El Desván De La Fantasía o la espléndida y muy querida El Viento Entre Los Sauces, entre otras); pero también Lo Que El Viento Se Llevó (Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood), Los Violentos De Kelly (Brian G. Hutton), Johnny Cogió Su Fusil (Dalton Trumbo), Hatari! (Howard Hawks) o Uno, Dos, Tres (Billy Wilder). No dábamos a basto con tanto largometraje, y en algo más de un año teníamos trufadas de material fílmico unas cien cintas, en las que muchas veces mi padre conseguía meter hasta tres películas con aquello de la “velocidad lenta”.
 
 
Aun así, y todavía sabiendo que me subyugaban todos aquellos filmes que, aunque no siempre entendía, me tenían atrapado gracias a unas interpretaciones sublimes de sus actores y actrices, emocionantes, en mis pitanzas de lunes a viernes reinaban dos líneas conceptuales bien definidas: los hilarantes largos de esos genios de lo absurdo que eran Los Hermanos Marx y las películas de José Luis Ozores, Tony Leblanc, José Luis López Vázquez y Manolo Gómez Bur. Para mí, aquellos cuatro intérpretes ejemplificaban –y lo siguen haciendo a día de hoy, aunque no estén presentes para continuar sus hazañas– la culminación del cine costumbrista a la par que humorístico español. Ya fuese a las órdenes de Pedro Luis Ramírez, Pedro Lazaga, Fernando Palacios, José María Forqué, Luis García Berlanga o Rafael Gil, siempre cumplían dando un plus de autenticidad y de una personalidad que será difícil hallar bastantes quinquenios después en las nuevas hornadas de actores jóvenes nacionales. No cabe duda que si cito a estos cuatro titanes, también entraban en mi saco el maestro José “Pepé” Isbert, Antonio Garisa, Elvira Quintillá, Venancio Muro, Manolo Morán, el primerísimo Antonio Ozores –gloria bendita en Los Tramposos o acompañando a su hermano Peliche en El Aprendiz De Malo–, Fernando Fernán Gómez, Alberto Closas, Elisa Montes o Manuel Alexandre, claro. Estoy hablando de un cine bastante tiempo antes del destape, un cine del que pocos se acuerdan más que para citar Los Tramposos, Bienvenido, Mister Marshall, Atraco A Las Tres, Calabuch, Las Chicas De La Cruz Roja o, marcando un exceso que les hace humear las meninges, El Tigre De Chamberí. De un tiempo en el que cuando se nombraba el apellido Ozores era, ante todo, para referirse al gran talento de José Luis, no a las películas Transición de su hermano Mariano. Pero, ¿qué hay de la ya citada El Aprendiz De Malo, Los Económicamente Débiles, El Gafe, Los Ladrones Somos Gente Honrada, Las Dos Y Media Y... Veneno –«ten-go mie-do, buuuuu», no me quito esa cancioncilla de la cabeza por más años que pasen–, La Vida En Un Bloc o Adiós, Mimí Pompom? ¿Qué hay de tantas y tantas películas olvidadas incluso por esos programas que desde la “moderna” TVE1 dicen salvaguardar el cine clásico nacional? Claro, es mejor repetir hasta la saciedad todas las fotocopias que de su personaje tipo hacía Paco Martínez Soria o reprogramar una y mil veces cada largometraje en el que el cantante Manolo Escobar se atrevió a aparecer como estrella consagrada de la piel de toro con guitarra española en ristre.
 
 
Peliche, vamos, José Luis Ozores, era, es y será por siempre mi actor nacional predilecto. Murió a los cuarenta y cuatro un 10 mayo, el mismo día en que este escribano que aquí junta letras llegó al mundo, aunque once años antes. La esclerosis múltiple hizo estragos en él desde el 59 y en el 63 ya le había postrado en una silla de ruedas. Pero Peliche nunca desfalleció y siguió en el mundo de la actuación haciendo lo que mejor sabía hacer. A Leblanc le ha pasado lo mismo. Otro día de mayo, en este caso el 6 del año 1983, Tony sufrió un gravísimo accidente de tráfico que casi le cuesta la vida. Superó la convalecencia todavía con unos dolores que no remitían y volvió al mundo de la creación, tanto escribiendo una comedia como un poemario. Muchos chavales que ahora lo lloran o ponen frases emotivas en Facebook recordando su persona, lo han descubierto por medio de Santiago Segura y sus Torrentes o simplemente siguiendo el serial televisivo Cuéntame Cómo Pasó; sin embargo, a todos esos recién llegados al universo Leblanc les recomendaría que rebuscasen, que escarbasen en las cubetas de DVDs de los centros comerciales –la empresa Divisa es una de las grades reeditoras de la obra de toda aquella pandilla maravillosa–, incluso que ojeasen los portales de descargas o streaming en busca de los títulos unas líneas más arriba remarcados. Todavía si halláis Hoy Igual Que Ayer o Los Que Tocan El Piano, seguid, no lo dudéis, merecen la pena igualmente. ¿Acaso conocéis el deleite que es ver a Leblanc, López Vázquez y Gómez Bur metiéndose de aprendices en la Cruz Roja (Tres De La Cruz Roja) con el único fin de poder entrar gratis al fútbol? ¿O la corta pero fascinante aparición de Tony en Hoy Igual Que Ayer queriendo vender sol enlatado o ropas de un tejido que «no da de yes ni se encoge» y que «ni se lava ni se plancha... claro, como no se lava, no se plancha... ¡Ay, qué arte, quieeeero, quieeeero!»? Si así es, seguro que ahora colma vuestra faz una sonrisa con forma de inmensa media luna y no podréis terminar el día sin ver una película en la que actuase alguno de estos astros. Y si no, hacedme caso, indagad y descubriréis otra forma de hacer cine.
 
por Sergio Guillén

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